Página:En la paz de los campos (1909).pdf/195

Esta página no ha sido corregida
— 191 —

mesa, se estremeció primero; después se produjo un sordo rumor; y por fin estalló un clamor de odio en la sala baja y ahumada.

Todos se pusieron en pie gesticulando; Gervasio aullaba: —Basta, basta: está usted aquí en nuestra casa...

¡Cuidado!

Se adelantó amenazador, pero Piscop le cogió por un brazo y le obligó á volver á la sombra. Grivoize el mayor, rodeado de sus hijos, vociferaba amenazas: — Enhorabuena! mejor es así... Si había algún escrúpulo, ya no le hay... Le estragularemos á usted como á un conejo, sí, como á un conejo.

Grivoize el menor é Hilario también rabiaban: —Le oís? no se anda con rodeos; somos unos harapientos unos destripaterrones, unos descamisados...

¡Y quiere que le tengamos consideraciones!...

Pero, Juan de Valroy, dominando el tumulto, siguió diciendo: —Ladrad, pero no morderéis... ¿Queréis la guerra?

La tendréis; vuestras transacciones no pueden ser honradas y hay tribunales en Francia. Ya veremos. Os creéis muy fuertes, como todos los brutos, pero entre un procurador y un juez, cambiaréis de color y de tono.

Todos se quedaron callados.

Aquellos campesinos, á pesar de su confianza en su causa y de su certeza de tener el derecho de su parte, estaban confusos. No les gustaba aquella especie de evocaciones, pues conservaban todavía, por atavismo, miedo á una justicia poco clemente con los pobres.

Por fin, Piscop, mirando al suelo, dijo con indiferencia: —Como usted quiera.

Pero Gervasio avanzó de nuevo y habló; su padre, cansado de ser prudente, le dejó hacer.