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Cuando, con gran ruido de zuecos, la sala quedó vacía de faldas, criados y chiquillería, Piscop se levantó, cogió en un aparador una botella de aguardiente, puso nueve vasos delante de las nueve personas presentes y los llenó con lentitud. Juan rechazó su vaso.

—No, yo no bebo...

—Pero, señor Conde, es del bueno, del añejo...

—Bueno, añejo, me es indiferente... No he venido á buscar urbanidades sino explicaciones.

—Puede que haga usted mal, señor Conde, á veces las explicaciones se modifican después de beber un trago juntos; pero, en fin, sea como usted quiera.

El campesino levantó el vaso á la altura de la vista, le miró, saludó con un gesto y se lo bebió de un trago.

Los demás le imitaron puntualmente.

Ninguno decía palabra. Tiesos en sus sillas, dejaban hablar á aquel á quien aceptaban como amo. Gervasio, sin embargo, rojo como una escarlata, se comía los labios y se desgarraba con las uñas las palmas de las manos.

Juan de Valroy, sentado en un sillón de madera, esperaba que el labrador hablase.

Este cruzó los brazos sobre la mesa y con la cabeza baja inició las cuestiones.

—Señor Conde, parece que se queja usted muy alto de haber sido engañado y hasta robado por nosotros en las operaciones realizadas hace cinco años. ¿Puede usted decirnos cómo?

Juan se irritó en seguida.

—De modo que es usted quien interroga...Palabra de honor, es el mundo al revés... No parece sino que constituís los ocho una especie de tribunal, ante el cual no tengo yo más que inclinarme. Nada de eso; Piscop y todos vosotros, sabed que vengo á acusaros