La cena de los labradores acababa á eso de las ocho y media. Una noche, á esa hora, cuando todo el mundo estaba todavía á la mesa, el conde Valroy, con estupefacción general, empujó la puerta y entró.
Al principio no le conocieron en la penumbra; habían oído el ruido de un caballo que entraba al trote largo en los patios; pero aquel noble señor era el último á quien se podía esperar en tales lugares. Juan se anunció á sí mismo con voz breve: —El conde de Valroy.
Hubo una conmoción en la asistencia; algunos cuerpos se levantaron de bancos y sillas. El Conde añadió—seguid sentados. » Mandaba todavía á pesar suyo; pero las circunstancias le inducían á la cólera, y las inflexiones de su voz tradujeron ese sentimiento. Después de un instante de silencio, continuó: —Piscop, tengo que hablar con usted, quiero hablarle... hace un mes que usted me rehuye. No se digna usted responder á mi llamada... pues bien, vengo yo mismo... sus cuñados me dicen que es usted el que lo dirige todo y quiere mi ruina. Va usted á decirme por qué. Esta vez le tengo y no se me escapará.
Piscop, sintiéndose observado por toda la familia, se afirmó en su papel, aunque un poco de emoción hiciese temblar sus primeras palabras.
—Señor Conde, no trato de escaparme y estoy á su disposición. Después de todo, vale más que se digan estas cosas de una vez para siempre.
Se volvió hacia el extremo de la mesa y dijo: —Eh! las mujeres, los chicos y los mozos, fuera...
Vosotros, mis hermanos, mis hijos y mis sobrinos, quedaos... estáis interesados y sois del consejo.
El labrador se tomaba tiempo para reflexionar y calcular lo que iba á decir.