donde ha nacido, en su cuarto... ¡Y que extraños si es verdad lo que se dice; esos boyeros, esos tratantes en cerdos, esos Grivoize y esos Piscop!... No habría Dios si el cielo alumbrase tal cosa....
—También tiene un poco de culpa el conde Juanse aventuró á decir el razonable José.
Berta le miró á los ojos y exclamó con una loca ironía que podía perderla: —Eres tú el que dice eso?—¡Qué bien te está !...
Pero se corrigió, más prudente: —¿Qué sabes tú? Tú no conoces esos negocios y lo mejor que puedes hacer es callarte.
José no insistió, siempre indulgente con ella. Clara, aterrorizada, no decía palabra. Sofía pensaba en cosas lejanas; y solamente el tío Balvet se arriesgó á seguir hablando, autorizado por su mucha edad.
—Vamos á ver, Berta; eso es tomarse mucho disgusto por gente muy lejana... Tanto la quiere á usted el castillo para que tome su defensa de ese modo?...
Sus antiguos amos y hasta su mismo hijo de leche pasan á su lado sin decirle jamás buenos días... ¿En qué piensa usted entonces?
Al hablarla así la exasperaban; pero ella no podía demostrarlo. Muy tiesa y con la vista en el suelo, repetía sordamente: —Se lo debo todo....
Al evocar el pasado, aludía á su infancia, sin duda.
Garnache, que se expresaba ya libremente delante de esta gruesa y fea comadre, la interrumpió con mal humor: —Puedes hablar de eso... Con lo feliz que eras al lado de la Condesa cuando era soltera... Te daban de comer y te vestían, pero era con los restos y los desechos de tus amos... Más vale ahora, créeme.
Pero Berta no le escuchaba, absorbida por el úni-