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estuviéramos de acuerdo, podrían venir pleitos muy desagradables.

—Entonces—dijo Jacobo contrariado,—son ellos los dueños del país...

El conde Juan vaciló un segundo y murmuró: —Puede ser... seguramente más que nosotros...

Después, viendo el estupor de su hijo, añadió muy de prisa: —Jacobo, dejemos esto; un día, cuando sea útil, hablaremos de ello seriamente. Ya no eres un niño y pronto habré de darte cuentas. De aquí á entonces, como tu madre, conténtate con tener confianza en mí y déjame hacer. A Dios gracias, nada está verdaderamente comprometido... pero no te metas con Piscop ni con Grivoize. Acuérdate de América y de los americanos y procura ser menos sangre azul de Francia...

ó de Irlanda.

El Conde se marchó dejando á Jacobo con la cabeza baja.

Aquello era nuevo. El joven miró alrededor de sí, y, de repente, por una inducción profética y una advertencia del misterio, la decoración se ensombreció á sus ojos y se desnaturalizó. Aquellos bosques, aquellos campos, aquellas llanuras que creía suyas, le aparecieron de repente con aspectos extraños, distintas, alejadas y casi hostiles. Apoderóse de él un secreto terror al pensar que un día, mañana acaso, podía ser desposeído, dejado solo y abandonado á sí mismo. Le pareció que allá, á lo lejos, por el camino, huía una mujer sin mirar hacia atrás... Y en aquella visión reconoció á Bella.