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currido y te lo he dicho todo, pero no lo siento porque estoy seguro de tu silencio y de tu discreción.

Garnache le dió la mano.

—Puedes estar tranquilo; no diré palabra á nadie...

Pero todo esto es muy raro... Berta es capaz de morirse...

Grivoize, entonces, mirándole con el rabillo del ojo, gruñó: —Berta, Berta... Cuando era joven y guapa valía la pena, y se sabe... en fin, basta. Ahora que es vieja y fea, si canta, que cante... no te preocupes. Y bien, mi guarda, á tu salud.

Brindaron, y Garnache, aturdido, no encontraba las palabras, pues, además, aquel vinillo blanco era un poco traidor.

Los dos se levantaron algo chispos y se separaron en el umbral de la posada con un apretón de manos.

Grivoize volvió a decir: —Ni una palabra á nadie, sobre todo á tu mujer.

—Está jurado; duerme tranquilo. Hasta la vista, amo.

Y los dos hombres siguieron su camino volviéndose la espalda.

En el curso de su ronda, el pobre guarda, conmovido en sus más antiguas certezas, no conseguía sacudir el estupor en que le habían sumido las confidencias de Grivoize.

— Cómo! No había ya nada sólido ni estable en el mundo? Aquellos Valroy, á quienes sus padres habían seguido, de generación en generación, iban á ser arrojados de sus muros y del país como pordioseros sin asilo... ¿Dónde íbamos á parar?

Y aquel Grivoize, ¡ cómo se le iba la lengua y qué tupé tenía!...

Los pequeños se comen á los grandes, entonces, y