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da de monte, juramentado, con su placa en el pecho y su escopeta debajo del brazo.

Con esto y con los recuerdos y el compañerismo, resultaban dos hombres perfectamente iguales los que se daban la mano en la linde de Taillefontaine. Esta vez, como tantas otras, se dirigieron por un convenio tácito á la posada del pueblo.

Instalados delante de un jarro de vino en una sala desierta, hablaron primero en voz baja en gran amistad; pero al tercer vaso y al segundo jarro, el tono se levantó y creció la confianza. Grivoize, un poco chispo, contestó á preguntas cordiales con ciertas confidencias y dijo: —Entonces, tu hijo está en casa de Balvet... ¿Está bien allí? El oficio no es duro y se dice que produce.

Regino, todavía grave, movió la cabeza. Sí, el muchacho había ido por el camino que le convenía; tenía edad de elegir por sí mismo. Balvet era un buen hombre y un honrado anciano... Su hija una buena chica, y todos se entendían.

—Sí—le interrumpió el otro,—ya sé que se van á casar.

—Dentro de un año: está decidido. Harán una pareja sólida y trabajarán en buena armonía; con eso todo irá bien.

Garnache suspiró al pensar que él lo sabía bien, por la experiencia contraria.

—Sí—dijo Grivoize, que estaba enterado;—Berta..siempre con sus lunas.

—Más que nunca...

Pero, ahí está, había cometido el error de casarse con una especie de señorita, educada en el castillo y acostumbrada á los amos... Esas mujeres hacen malas compañeras para un hombre sencillo como él, y