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una tierra húmeda, llena de profundas rodadas. Jacobo sostenía el caballo, pero á cada instante una rueda se metía en el surco y la sacudida arrojaba á los dos viajeros el uno sobre el otro. Los dos se reían, y este incidente les devolvió la tranquilidad.

Cuando llegaban á la colina en que estaba situada la capilla, se cruzaron con una pareja que volvía; los dos tenían los ojos brillantes y la cara satisfecha y avanzaban en silencio cogidos de la mano.

Saludaron al pasar y les fué devuelto el saludo.

Eran Clara y José.

Los dos hermanos de leche se habían encontrado y no habían cambiado ni una palabra.

Una vez más, la justicia clamó al cielo ante aquel contraste monstruoso. Pero el cielo es muy grande y la justicia no grita fuerte. Además, se reservaba para otra ocasión.

Acaso Jacobo no había conocido siquiera á José...

¿Qué importaba, por otra parte?

Clara dijo al ver la brillante pareja: —También ellos van como nosotros....

—¿Por qué no?—respondió José ;—pero es más por diversión que por creencia. Conozco á Jacobo, y no cree más que en sí mismo. En cuanto á la señorita, habla más á menudo con el diablo que con los ángeles.

Clara, muy cándida y un poco simple, se quedó asombrada.

—Es muy linda, sin embargo...

—No importa; si todos los malos fuesen feos sería preciso que los buenos tuviesen lindas caras... Y sería demasiado fácil el conocerlos.

Clara murmuró: —Es verdad.

Todo lo que José decía le parecía á ella el Evange-