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tó su mal humor; se marchó, volvió á aparecer, tocó á todas las puertas, quiso saber...

Y la pobre Antonieta, ya sin resistencia y cansada de luchar contra su corazón, pues creía amar á aquel robusto buen mozo, se vió reducida una tarde á confesarle la verdad.

Juan la escuchó gravemente, porque ella hablaba llorando. Delante de ellos se levantaba la lívida luna sobre las profundas arboledas. Y Antonieta habló de sus miedos de atavismo, de un porvenir idéntico al pasado y de hijos malditos antes de nacer. En su confesión, se oprimía instintivamente las caderas con las blancas y frágiles manos, como si sintiera ya agitarse y germinar una raza de maníacos desesperados. Su voz vacilante se ahogó en un sollozo: —Lo he dicho todo; tenga usted piedad de mí.

Juan bajó la cabeza y reflexionó. El silencio era pesado para ellos, sobre todo para Antonieta, que no tenía ya fuerza ni voluntad.

Juan, lentamente, la tranquilizó.

—Sí, he oído hablar de esas historias... Se me ha prevenido varias veces... y no hace aún mucho tiempo...

—Lo ve usted?...

—Pero no he hecho caso alguno de esos avisos caritativos... Quiero á usted demasiado... Pero, ante todo, su abuelo de usted... Hay dos versiones: suicidio ó asesinato. Usted elige la primera y yo me atengo á la segunda.

—La segunda es falsa.

—No está probado... Su padre de usted era un enfermo; todo el mundo tiene un enfermo en su familia.

En fin, hay otra cosa. Nuestros hijos—palabras dulces de pronunciar—serán Valroy y no Reteuil; y puesto que el atavismo, según usted, sólo afecta á los varones, no hay razón para que le continúe una mujer.