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— 165nos, y olían á estiércol y á cuadra. Si tenían tierras y dinero, mejor para ellos... Era verdad que sus caballos eran más hermosos y, acaso, mejor cuidados que los del castellano; ¿qué tenía de particular puesto que los cuidaban ellos mismos? Eran palafreneros en el alma, y bueno era que sirviesen para algo.

El coche pasó por delante de los jinetes, los cuales, con el mismo movimiento automático, se acercaron el látigo de caza, aquel látigo que no les abandonaba, al ala del sombrero, mirando única y fijamente á la señorita de Carmesy, para indicar que era á ella sola á la que saludaban y que sólo á ella se dignaban conocer.

Jacobo comprendió; sus ojos echaron chispas, su cara se inflamó, y el joven, restañando el látigo, dijo en las barbas de aquellos brutos una sola palabra: —¡ Paletos!

Entonces les tocó á ellos ruborizarse; sus caballos piafaron asustados por el látigo del Vizconde, y el ruido cubrió la respuesta que debieron de darle.

—Compadre—dijo Anselmo á su hermano,—tu dulce amiga corre por los campos con tu señor... Decididamente no tendrás más que sus restos.

—Cállate dijo Gervasio,—no es éste el momento de hacerme cosquillas...

Pero Hilario no quiso dejar tan pronto su broma, y siguió diciendo: —Bah! Sabes adónde van? A Santa Margarita á poner un cirio cándidamente... Ya ves que Dios está con ellos.

Gervasio envió una bofetada á su primito; pero éste, listo como un mono, esquivó el golpe echándose rápidamente sobre el cuello del caballo, y siguió riéndose á carcajadas mientras ponía tierra por medio.