—Le desagrado á usted?
—¡Oh! no.
Salieron de la arboleda para entrar en la llanura.
El camino atravesaba tres kilómetros de campos antes de volver á entrar en el bosque; á los dos lados la tierra gris estaba erizada de duros barbechos; acabado su trabajo de la estación, la tierra estaba reposando.
Al ruido del coche se levantaban pesadamente bandadas de cornejas, y, algunas veces, una perdiz iba á refugiarse á cincuenta pasos más allá, después de haber saltado de un surco.
De repente, á lo lejos del camino, se interpuso una masa, primero confusa, y después más distinta ; un grupo de jinetes venía en sentido contrario.
A pesar de su imperturbable serenidad acostumbrada, miss Bella palideció ligeramente bajo su velo: había reconocido á los que llegaban.
Era la cuadrilla de los jóvenes granjeros, Piscop y Grivoize, Gervasio, Anselmo, Timoteo, Antonín é Hilario, que á cien pasos ya se burlaban, la mirada de reojo, todos iguales con su expresión de enfado y sus anchas mandíbulas salientes en una mueca bestial.
Lentamente y como obrando en virtud de un derecho inconcuso, Gervasio Piscop se puso á la cabeza del pelotón. Los otros cuatro alinearon detrás de él los caballos en filas cerradas. Y en este orden miraron venir. El Vizconde, erguido en su asiento, olió al enemigo. Sin saber por qué, aquellos mozos crecidos, que seguían chicos en su carácter, le atacaban los nervios; su saludo hipócrita, iniciado de mala gana, le ponía rabioso. Tenía la certeza de que aquella familia odiaba á la suya y á él muy particularmente, y los despreciaba por completo. Para él seguían siendo unos paletos á pesar de su disfraz de caballeros campesi-