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bosque. Las ruedas marchaban sin ruido por los musgos, hundiéndose un poco. Un cuervo graznó en un árbol; un conejo cruzó por un claro.

—Se está bien—dijo Jacobo, respirando á plenos pulmones.

Era la confesión de una dicha perfecta. El Vizconde dejaba las riendas flojas y el caballo al paso, para ir lentamente, como si hubiera dependido de la suya la rapidez del tiempo.

Bella, burlona, estuvo conforme como siempre.

—Sí, no está mal... Hay personas que son más de compadecer que nosotros.

El Vizconde se volvió hacia ella. Su ancho cuerpo parecía enorme al lado de aquel fino talle; su fuerza le inspiraba cierta necesidad de protección.

—Querida Bella—murmuró,—¿qué dice usted? Nosotros somos los privilegiados, los dichosos de la vida...

Algunas veces esta idea me da miedo y me pregunto por qué he nacido, qué he hecho yo para nacer en medio de fortuna, de distinción y de elegancia...

¡Si Berta hubiera podido oirle !

—Con qué derecho lo tengo todo, y sobre todo su amor de usted, no habiendo hecho nada para merecer esa dicha y cuando, tantos otros, que valen más que yo, no recogen en su camino más que miseria, humillaciones, eternos sufrimientos y eternos rencores?

Bella se puso alegre.

—Eso, querido, es filosofía ó algo que se le parece.

Si me trae usted al bosque para tratar los grandes problemas, confieso que estoy mal preparada. Deme usted tiempo para reflexionar si quiere que le conteste.

Jacobo se encogió de hombros, tocó al caballo con la punta del látigo y el coche salió al trote. Medio risueño y medio ofendido, replicó: —Siempre la misma...