hubiera impedido distinguir bien á los comparsas. Pero esos comparsas, particularmente, eran irreprochables.
—Jacobo—dijo Arabela; no le llamaba ya Djeck, pues había renunciado hacía mucho tiempo á sus entonaciones exóticas.—Jacobo, hoy es la peregrinación á Santa Margarita... Vamos?
El joven se entusiasmó. Solamente ella podía tener esos lindos pensamientos y esas atenciones delicadas.
Era una capilla abandonada en el bosque y muy antigua, á la que iban una vez al año los mozos y las mozas en procesión; los que allí se prometían estaban siempre unidos, y, por consiguiente, eran dichosos.
Aquella costumbre antigua seguía existiendo; pero los fieles iban siendo cada vez menos numerosos.
—¡Que si vamos! ¿Adónde no iría yo con usted?
Arabela sonrió y le interrumpió con un ademán...
—Sí, sí, ya sé.
Y añadió después: —¿Cómo, á caballo ó en coche ?
—En coche es más cómodo; el lacayo nos guardará allí más fácilmente un caballo que tres.
—Como usted quiera...
La joven era todo dulzura y todo amenidad; Antonieta los admiraba y los animaba.
—Id, hijos míos, id; no tengáis reparo.
Pero ellos no la oían y estaban ya en las cuadras.
En diez minutos estuvo pronto el coche.
—Guía usted, Bella?
—No, usted.
La joven renunciaba ya á usurpar las funciones masculinas y no era más que mujer, pero deliciosamente.
Tomaron por la avenida y salieron al camino y al