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su futura nuera, cuya presencia, decía, le iluminaba el alma.

¿Quién, todavía? ¡Ah! Jacobo... El Vizconde estaba anulado. No era ya un hombre; no era un ser pensante y activo, sino un autómata del que ella era el resorte, un reflejo del que ella era la llama.

Durante sus largos viajes por los países extranjeros, ella le había seguido, siempre presente. Era aquella la toma de posesión más completa que se pudiera imaginar. Esta naturaleza de niño más bien brutal y, sobre todo, egoísta, había sido modificada de arriba á abajo y cambiada fundamentalmente.

Si no hubiera encontrado en su camino á Arabela, es de suponer que hubiera sido él también un noblezuelo de provincia que se hubiera comido sus bienes en París ó hubiera vivido lastimosamente en su tierra entre una botella de vino y las faldas de una criada, hasta tomar mujer para perpetuar, como era necesario, su augusta estirpe.

Por orden de una muchacha se había marchado á la conquista de los mundos y se había instruido en el camino. Era posible que los que así le expedían al cabo del mundo tuvieran malos designios, pero el resultado inmediato y práctico había sido bueno.

El que se marchó era un niño nervioso, voluntarioso y rebelde, y el que volvió era un hombre reflexivo y ponderado.

En un solo punto no había variado; el único equipaje que se llevó y trajo á su vuelta en el corazón fué el amor inmutable á Arabela.

El Marqués podía dormir tranquilo; sus planes estaban bien guardados... Nadie hubiera pensado en Valroy en dudar de un Carmesy.

Aunque las apariencias hubieran sido menos dichosas, el deslumbramiento causado por la gran heroína EN LA PAZ.—11