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ra considerarle como un fenómeno grotesco, con despreciativa piedad; ó bien se le reía en sus barbas; y era que en aquellos momentos pensaba sencillamente con qué candor se dejaba engañar por ella aquel mocetón sanguíneo, de largos bigotes, que la hubiera matado de un papirotazo; era que se admiraba á sí misma en su doblez y se aplaudía por desempeñar tan bien su papel de perfidia.

Era preciso que embrujase á toda aquella familia hasta el punto de volverla ciega, sorda é indiferente á todo lo que no fuese miss Bella. La hija de Godofredo lo lograba maravillosamente y sin ningún esfuerzo.

La señora de Reteuil? Pobre alma de anciana, siempre enamorada de cualquier cosa, ¡no era ella la que había inventado y descubierto á los Carmesy? La buena señora seguía gloriándose de ello de la mañana á la noche.

¿El conde Juan?... Al pensar en este nombre aumentaba el regocijo de Arabela. El Conde estaba un poco turbado; la prometida del tonto de su hijo le gustaba á él más de lo regular... Sí, acaso...

Cuando la perversa, la cruel, se divertía en tratarle como suegro, las finas facciones de aquel antiguo aficionado á mujeres, que se suponía cansado de todo, se torcían á veces con una expresión de despecho que llegaba hasta el sufrimiento.

No tenía cincuenta años, estaba más envejecido que era viejo, y, en ciertos días, cuando ella le rozaba de cerca, sus ojos se ponían extraños... En todo caso le era adicto hasta la muerte... Eso, sin discusión.

La condesa Antonieta? Muñeca descompuesta, cuyos muelles habían sido arreglados por la Marquesa, quería entrañablemente á Ollencourt, y sobre todo á