Por otra parte, el joven acabó de entusiasmarla con otra canción triunfal: —No, madre mía; á pesar de los abuelos, no se piensa en el suicidio, y, por el contrario, se ama la vida y se agarra uno á ella, cuando se tienen, como yo, veinte años, padres muy queridos, tierras al sol, oro en los bancos, castillos, granjas, campos y bosques, un hermoso nombre, fuerza, salud y, ante todo, el amor de Arabela... Ahí la tiene usted, madre, que viene á reir con nosotros...
Como se vé, Jacobo estaba cambiado.
La encantadora apareció, radiante con todas las admiraciones recogidas en el camino; su encanto inefable y su gran belleza habían vencido la malevolencia y la maledicencia; ahora todo el mundo la festejaba y los niños y los animales iban á ella. Bella estaba rodeada de simpatía, de elogios y de cariño.
Estaba radiante.
¿Cómo no iba á ser buena, no recibiendo de todos más que homenajes y cumplimientos? ¿Era buena ?
Entraba en su casa libre y sabiendo que tenía todos los derechos y ningún deber. Ciertamente, era una gracia viviente, una emanación de la bondad celestial, ó bien una criatura diabólica, espléndidamente nefasta; y aún así, era natural que se la amase todavía.
Hay mujeres de esas, que arrebatan los corazones, vuelven las cabezas, hacen el vacío, acaparan, devoran, arruinan... y pasan. El único consuelo del hombre que las contempla es pensar que el tiempo vengará á las víctimas. Las horas del encanto son breves, pero el relámpago es también rápido, y ha lucido, brillado y abrasado.
Arabela jugaba con Jacobo; ese era su placer.
Algunas veces se callaba en medio de una frase pa-