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conspira por su Emperador, que ve que todo se viene abajo y que se mata ó se hace matar... Eso es glorioso. Te avergüenzas de ello?

—Se mató...

—Hizo bien; en aquel tiempo la vida no tenía importancia.

—Entonces no ves nada?

—Nada, lo confieso; nada que pueda indicar que el descendiente de este hombre está fatalmente designado á la mala suerte.

—No crees en la herencia, en el atavismo, según se dice?

Antonieta se animaba.

—No crees que he podido, que he debido, transmitirte su sangre con la mía? Existen todas las razones para creerlo; y con su sangre van su manía y su locura de suicidio.

Jacobo se quedó como asombrado.

¡Ah! Es eso?

Reflexionó un momento y decidió en conciencia: —No, madre. En primer lugar, ¿por qué he de tener más de Reteuil que de Valroy? Y entre éstos, į por qué de los últimos y no de los primeros, que eran buenos vividores á quienes gustaba comer caliente y beber frío? No creo en nada de eso, te lo juro, y vuelvo á decirte que has estado enferma y que la enfermedad ha sido la que ha creado esos malos sueños. Sin la enfermedad, no los hubieras tenido. Te curas y desaparecen.

Es lo lógico y lo razonable.

Antonieta no insistió, muy feliz al estar aún más convencida y confirmada en sus nuevas creencias en un porvenir de felicidad; hubiera podido decir, sin embargo, que sus temores databan de mucho más lejos de lo que él creía, de su primera juventud. Pero ¿para que? Antonieta cedió.