Y lo hizo una mañana, con algún embarazo y buscando las palabras, pues temía disgustarla.
—Clara le dijo, las contrariedades empiezan...
Eramos camaradas y teníamos costumbre de vernos todos los días á todas horas, lo que era para mí una gran alegría... Pero la vida es la vida y hay que saber ganar el pan. Estoy obligado á dejar la comarca, pues no sé qué hacer de mis dos brazos, teniendo, como tengo, veinte años.
La chica le dejó hablar sin interrumpirle y sin que pareciera alterarse su placidez habitual. Acaso, sin embargo, palideció bajo la capa de sol que obscurecía su cutis.
Cuando José se calló, Clara bajó la cabeza y miró maquinalmente al suelo. Por fin hizo un esfuerzo; su dura garganta se levantó con un gran suspiro, y pudo hablar: —He perdido mi padre y mi madre; era preciso que tú te fueses sin saber siquiera si vas á volver... Debe ser que he venido al mundo para ser desgraciada, pues tú eres mi único amigo... ¿Cuándo te vas?
—Puede ser que á fin de este mes.
—Bien... de aquí á entonces, tratemos de vernos más á menudo.
Clara, razonable, se resignaba, encontrando justo, en efecto, que José trabajase; pero cuando le dejó aquel día, sus ojos inmensamente dulces, estaban también inmensamente tristes.
La joven se volvió á su casita enterrada en rosas; los vidrios de las estufas brillaban al sol hasta deslumbrar la vista; en los cuadros de flores, en los espaldares y en los arbustos, la flora cantaba en mil colores en medio de los verdes y de los rojos morados; una bandada de pájaros se perseguía con ruido por las ramas; todo respiraba alegría.