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—Verdad—dijo Garnache ;—no tenemos nada más que un poco de dinero que es de tu madre.

—Entonces—respondió José, —me iré á la ciudad para aprender un oficio.

—Harás bien—dijo Berta ;—no tienes nada que hacer aquí.

—Hará mal—replicó Sofía ;—cada cual debe vivir y morir donde ha nacido. Y, además, nos quedaremos sin hijo.

Esta vez Berta no respondió.

A un kilómetro del pabellón, había una cabaña de techo de paja y rodeada de jardines, cuyas flores eran cultivadas por un buen hombre, el tío Balvet. Había sido en su juventud jardinero de los castillos y ahora, en su casita, llamada el Vivero, era horticultor y seguía plantando esquejes y casando plantas.

Tenía un hijo casado en la ciudad, que iba á verle de vez en cuando con su mujer y su hija Clara, y cuando esa familia pasaba en su carricoche por delante de los Garnache, cambiaban un saludo.

Cuando Clara tenía quince años, perdió en un mes á sus padres, que murieron de la misma enfermedad.

Y entonces el abuelo Balvet fué á buscar á su nieta y se la trajo al Vivero, triste, con los ojos enrojecidos y vestida de luto.

Clara vivió allí dichosa y, poco a poco, sintió endulzarse su pena, ya que no se consolase. Por aquellos días iba á cumplir José dieciocho años.

Era Clara poco bonita de cara y más bien melancólica de aspecto; sus duelos repetidos aumentaban aún su melancolía. Su cutis pálido y sus facciones irregulares no atraían las miradas; pero tenía unos ojos de tal dulzura y de tal caridad, que solamente con mirarlos había que ser bueno. Eran ojos de santa y Juan se enamoró de aquellos ojos.