—Escuchad—dijo Piscop con horrible sonrisa,—escuchad los niños se divierten.
Grivoize, el viejo, movió su cabeza gris y dijo haciendo á su vez un gesto: —Dejadlos cantar... Hoy es la trompa; mañana recibirán la trompada...
— Bravo!—exclamó el hermano menor.—Eso está bien dicho.
Piscop se dignó aprobar, lo que era raro, y aquella aprobación envalentonó al chistoso, que siguió diciendo, cada vez con más ingenio: —Es la trompeta del juicio final.
Sonó una carcajada general. Aquel viejo zorro tenía buenos golpes y sus ocurrencias se celebraban en el pueblo.
Pero Gervasio, repentinamente encolerizado, dió en la mesa un formidable puñetazo y gritó con la cara roja: Ya le oís!... Nos desafía delante de ella... Esto no puede durar; yo os lo digo...
—Hijo—advirtió Piscop con severidad,—muy alto hablas.
El joven se inflamaba más y más.
—Hablo alto, padre, es verdad, pero es que me falta la paciencia. No creo, además, desagradar á usted maldiciendo al castillo... Esa gente hace demasiado ruido... y eso estaba bien en otro tiempo... pero ahora...
Además, no están siquiera en su casa, sino en la nuestra... y si quisiéramos...
—Paciencia—dijo Grivoize el menor,—todo llega á su tiempo; hay que esperar.
Se quedaron callados, pero Gervasio volvió á decir: —Esperar!... Y mientras tanto él le hace el amor; ya ha vuelto de su viaje, y el mismo Carmesy confiesa