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—Sí, sí—decía Juan, pero con acento poco convencido.

Todo aquello le aburría mortalmente. El Marqués, en efecto, le había sometido hacía tiempo un gran legajo lleno de números con totales locos; y él juró que se había enterado... ¡Ay! Si lo hubiera intentado, no hubiera comprendido ni jota, y, convencido de ello, no se había tomado tal trabajo, había declarado que todo estaba muy bien y aceptado una presidencia en la que no sospechaba que hubiese peligros... Como de costumbre, había dejado correr las cosas.

El Marqués continuó: —Sé que no tiene usted más que decir una palabra, y la de Reteuil tendrá un placer en escucharle. Amigo mío, es un medio de salir de apuros el que le propongo á usted... Es usted presidente del Consejo de administración... Se le dan, á ese título, doce mil pesos al año; sus capitales y los de su suegra, que es lo mismo, le producirán ocho ó diez mil... Eh?... La cosa sube pronto... Con eso se pueden pagar los intereses atrasados de las hipotecas, por grandes que sean, y aun redimir la prenda en poco tiempo... Piense usted eso.

—Ya lo pienso—respondió Juan ahogando un bostezo con la mano medio cerrada;—pero los negocios me fastidian, ya lo sabe usted, Carmesy; puesto que usted se ha encargado de los míos, ¿por qué diablo quiere meterme en nuevos cuidados?

—Por qué?—dijo Godofredo desempeñando su papel habitual; ¿por qué? porque quiero que mi hija sea rica cuando se case con Jacobo; porque deseo que nuestras casas sean grandes; porque y perdone usted esta flaqueza á mi amistad,—considero un poco su fortuna de usted como mía, y quiero emplear todas mis fuerzas y toda mi inteligencia, no sólo en conser-