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no sería más listo que su padre, y que, en caso de violencia, tenía él aliados de buena talla. Al pensar esto sonreía.

Mientras tanto, Jacobo y Arabela, reunidos en un ángulo del terrado, hablaban lentamente, viendo caer en el bosque la ceniza morada del primer crepúsculo.

Bella, curiosa y sintiendo un placer con la turbación del joven, le decía: —Vamos á ver, ¿cuáles son más guapas, según usted, las americanas ó las australianas? Cuénteme usted sus coqueteos... Yo puedo oirlo todo, pues no he aprendido á leer en estos colegios de Francia. ¿Cuáles prefiere usted?

Jacobo se defendía, pero con cierta cortedad, como si no tuviera la conciencia muy limpia, y aseguraba que no sabía nada de eso y que, teniendo llenos los ojos con la imagen de Arabela, no había en ellos sitio para otras, aunque fueran fugitivas y efímeras.

Arabela movía la cabeza, riéndose y sin querer creerlo, y él, ante la mirada de aquella muchacha atrevida, se cortaba y balanceaba sobre los dos pies.

Había afrontado peligros y desafiado intrépidamente á los hombres; y ante aquella debilidad insolente, á la que hubiera podido retorcer con dos dedos, abdicaba su voluntad, su independencia y su orgullo de hombre.

Arabela estaba alta, elegante, ondulante, envol vente, felina y formidable; y cumplía lo que había prometido, pues de aquella extraña niña había salido una mujer alarmante.

Aparentaba amar á Jacobo de Valroy, y eran oficialmente novios. Todo el mundo lo sabía en diez leguas á la redonda. Pero había veces que acechaba al Vizconde con ojos nada bondadosos, como una pantera á su presa.