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da en todas partes como mensajera de felices pensamientos.

Tales eran las metamorfosis que había observado Jacobo la segunda vez que volvió de su viaje. Desde entonces, siempre encontró la misma serenidad y la misma confianza establecida entre las dos casas.

Aquella tarde, su padre y el Marqués conversaban apaciblemente, apoyados de codos en la balaustrada del terrado, mientras la Marquesa, la Condesa y la de Reteuil permanecían de sobremesa. Jacobo, con su amiga Bella, cada día más amada y, al parecer más amante, cantaba la alegría de las reuniones estrechas después de largas y lejanas ausencias.

Estaba el Vizconde alto y grueso, en la gloria de los veinte años, era ancho de hombros, como el conde Juan ó como el guarda Garnache, y tenía, como ellos también, grandes bigotes rojizos.

El contacto de los diversos pueblos le había dado maneras rudas; la costumbre de vivir solo y de no estar más que consigo mismo, daba á sus ademanes cierta decisión y cierta seguridad á su mirada. Había sufrido, sin notarlo, una serie de transformaciones, el joven indeciso habíase convertido en hombre práctico, y al frecuentar hombres libres había perdido cierta tiesura aristocrática.

Tal como era, no carecía de severa belleza. Había traído de sus viajes esa aparente serenidad de los hombres que han visto demasiadas cosas para asombrarse de ninguna; pero seguía, sin embargo, exaltado de cerebro y de corazón.

Cada vez que volvía, mirábale Carmesy con cierta inquietud, preguntándose, sin duda, lo que pesaría aquel corpanchón en la balanza de los destinos comunes...

Después se tranquilizaba pensando que aquel hijo