Página:En la paz de los campos (1909).pdf/134

Esta página no ha sido corregida
— 130 —

día ya pasarse sin Adelaida, y así lo confesaba. También había concebido una gran pasión por Bella.

Desde entonces, no se separaban, y como las reuniones eran en Valroy, pues Antonieta no podía aún andar por su pie, Juan, que seguía impresionable á pesar de sus cuarenta y dos años y se divertía con aquel roce continuo de faldas, cabelleras y mujeres excéntricas, empezó una nueva existencia entre Adelaida y Arabela, sin saber cuál de las dos le interesaba más.

La Condesa, rejuvenecida y vivificada, le mostraba una amabilidad desconocida hasta entonces. No sabía nada de aquellos apuros de dinero, pues, por un acuerdo tácito, le ahorraban una revelación que hubiera podido hacerle recaer en sus antiguos males.

Ya que renacía, había que dejarla renacer. Había rechazado sus visiones habituales y se dejaba llevar de sueños de un porvenir dichoso, olvidando el atavismo y sus amenazas y sin pensar ya en aquella muerte trágica que, por tanto tiempo, había creído suspendida sobre la cabeza de su hijo.

En otro tiempo le temía y le apartaba por esa causa; pero ahora que le veía de lejos surcando los mares y corriendo todos los días algún peligro, por un raro capricho mental y una extraña contradicción, tenía confianza en su destino y le consagraba, á través del espacio, un nuevo camino depurado de preocupaciones.

Arabela encarnaba la dicha futura de aquel hijo ausente; la Condesa la amaba por eso y porque veía en ella una especie de potencia caritativa que había llegado á tiempo para cambiar la faz de los acontecimientos y convertir en luz toda aquella sombra.

Estaba escrito que aquella muchacha sería acogi-