Juan, el cual, sin saber por qué, á las cuatro frases cambiadas, no dudaba ya de él y le abría su corazón.
A todas sus confidencias, Godofredo, que le oía con atención, respondía moviendo la cabeza: —Sí, ya sé, ya sé....
Y sabía, en efecto, como lo había probado desde el comienzo de la conversación citando nombres, fechas y hechos.
El Marqués salió del castillo acompañado hasta el camino por el conde Juan metamorfoseado y lleno de confianza. Las últimas palabras de Carmesy le tranquilizaron aún: —Es claro que ha sido usted robado como se robaba en este bosque en los buenos tiempos de mis antepasados... pero todo puede arreglarse. Permita á un viejo camastrón decirle que no entiende usted nada de negocios. Se ve que han abusado... Pero, ahora que quiere usted encargarme su defensa, el juego va á cambiar.
Aquí Godofredo hizo una pausa, miró bien de frente á su interlocutor y añadió: —Usted se pregunta, acaso, de dónde viene mi interés...
El Conde, á quien estas palabras hicieron caer en sus antiguas vacilaciones, hizo un gesto vago que no significaba nada; pero el Marqués continuó: —Mi interés es muy natural. Nuestros hijos se aman; mi hija no tiene nada más que sus pergaminos, pero éstos valen tanto como sus dos castillos de usted y las propiedades que los rodean. ¿Estamos de acuerdo?
Juan dió las dos manos á Godofredo y respiró profundamente, como si le hubieran quitado un peso del pecho. Ahora podía creer y dejar mecer su descuido en una confianza sin límites; había una razón y era