—¿Qué desea usted, señora?... Dispénseme usted...
No estoy bueno... Una jaqueca persistente... desde hace tres días...
—Juan—respondió la de Reteuil,—aunque entre usted y mi hija se haya roto todo lazo desde hace mucho tiempo, y aunque usted no me haya tenido nunca gran cariño, no soy su enemiga. ¿Lo cree usted?
Juan hizo un gesto de afirmación indiferente, y dijo: —Es usted demasiado buena para ser enemiga de nadie... acaso al contrario...
Se calló, no creyendo que tenía ya derecho para vituperar á nadie.
La anciana continuó, sin querer comprender: —Voy á sorprenderle á usted, pero sé de dónde viene esa jaqueca de angustia y de preocupación... Juan, parece que ha hecho usted en París operaciones desastrosas y que se ha dejado engañar y hasta robar. En una palabra, á estas horas Valroy está en peligro y su fortuna de usted más que amenazada.
Juan se levantó bruscamente y la fiebre de sus ojos aumentó...
—¿Quién le ha dicho á usted?... ¿Quién la ha enterado tan bien ?
—¿Qué importa, puesto que confiesa usted que es verdad? Ha debido usted decírmelo antes en confianza, y acaso se hubiera ahorrado la mitad del mal.
Juan la miró, sorprendido por aquella magnanimidad. La creía frívola y sin seriedad, siempre ocupada de sus placeres, ó de alguna chochez, y se revelaba buena, digna é indulgente y hablaba como amiga.
Y Juan, que hacía años guardaba secretos que le roían el corazón y se creía solo á la hora del naufragio, se conmovió hasta la médula de los huesos por aquella voz caritativa y aquellas palabras dulces.