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Después de todo, es posible. El vivir en París cuesta caro, sobre todo de cierta manera... ¿Y, entonces?...

—Mi marido cree que podría ser útil á usted y á su yerno... si éste quiere. Si mi marido lo propone es por usted, que es una buena amiga, y no por él, que no es nada simpático.

La anciana reflexionaba y una serie de observaciones recientemente hechas corroboraban las afirmaciones de Adelaida. Al cabo de unos instantes, respondió: —Hija mía, me alarma usted mucho y no sé qué hacer. Entre Juan y yo, sin haber enfado, reina cierta frialdad. No me hace confidencias y debo confesar que yo tampoco le consulto... ¿Tengo el derecho... el deber?... Voy á pensarlo.

—Piénselo usted—dijo la irlandesa de Australia.

Y, después de su vigoroso apretón de manos de costumbre, dejó á su anciana amiga.

La de Reteuil se quedó preocupada, pero profundamente agradecida por aquel paso en aquella mañana lúgubre, en la que los pájaros se morían de frío en los huecos de los árboles.

Unos días después, el conde Juan volvió á encerrarse en Valroy á pesar de la estación. Nunca su humor había sido más sombrío, y estaba abatido de tal modo, que todos á su alrededor tuvieron que echarlo de ver. La de Reteuil se atrevió á forzar la consigna que cerraba su puerta, y penetró en su cuarto.

Le encontró caído en un sillón, delante de una mesa cubierta de papeles, en los que había largas columnas de números. Era la confesión.

Vencido y agotado su orgullo, Juan recibió á aquella suegra intrépida, á pesar de la audacia de su entrada, con un gesto de quebrantada dulzura y una voz sin cólera y más bien dolorosa.