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ja—sí, vieja ya á los treinta y cinco años,—se quedó encantada y de su cara se escapó un reflejo de entusiasmo y de pasión ardiente.

Berta juntó las manos maravillada.

Estaba á dos pasos de la pareja, y los contemplaba radiante, enternecida, grotesca, sobre todo, y decididamente horrible.

—¿Qué hay, Berta?—dijo Jacobo muy seco.

La mujer rompió á llorar acentuando su actitud de adoración.

Jacobo Jacobo! qué guapo eres... estás hecho un hombre... Hace tanto tiempo que no te he visto..de cerca, al menos, así, delante de mí... Sí, eres hermoso como el arcángel de los vidrios de la iglesia...

Hermoso... hermoso... como... no sé de nada que lo sea tanto como tú... ¡ Y la señorita! Tan bella, con esos ojos tan grandes... Estáis bien juntos... Sois la gloria de Dios.

La infeliz deliraba, loca de amor y de alegría. Pero su discurso disgustaba á Arabela, y Jacobo, que lo notó, le puso término.

—Sí, sí, nodriza, está convenido, somos dos maravillas; pero, sigue tu camino, y buen viaje... ¡Basta por hoy!

Berta bajó la cabeza y obedeció. No quería molestar á aquellos muchachos, que querían estar solos y tenían razón para despedirla.

Se alejaba, pues, pesada y palurda, volviendo la cabeza para verlos aún, cuando Bella dijo secamente al Vizconde: —Djeck, no me gusta ver que esa mujer le tutee á usted... ¿Cómo es que usted lo permite? Es incorrecto y vulgar... Una campesina, y tan sucia!... ¡Ah! no, evite usted esto...

Bella manifestaba una grande repugnancia, arru-