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No eran ya niños, y con la mejor voluntad del mundo no era posible descuidarlos; se habían vuelto «personas», como decía la misma miss Bella, la cual, por fin, ilevaba falda larga.

¿Habían las almas imitado á los cuerpos en aquella metamorfosis? Puede ser, pero en esa mañana no lo parecía; pues, en aquel campo de oro, los dos se divertían en coger amapolas entre los trigos, como dos muchachos despreocupados...

Iban lentamente, sin cuidarse de la hora, como quien no tiene más regla que su capricho. La masa de los trigos los aisló, y los dos sintieron á la vez una cortedad repentina... Ambos suspiraron, un poco encarnados y sin decir nada, mientras una vaga sonrisa les descubría los dientes.

Desde que era más alta, Bella se había hecho menos atrevida y menos hombruna, y tenía algunas veces ciertas veleidades de azoramiento. Y así le ocurrió en aquel instante.

Jacobo, también turbado, sin saber por qué, le tendió las manos en un ademán implorador, y la muchacha puso en ellas las suyas, pues, esta vez, era aquella muchacha enigmática la que estaba sugestionada.

Así permanecieron sin hablar, en una postura simbólica, y su acto irreflexivo tomó de la esplendidez de la decoración, de la grandeza de los horizontes y de la joven belleza de los personajes, gravedades y solemnidades de esponsales bíblicos...

De repente, se oyó detrás de ellos una respiración entrecortada y unos pesados pasos en los haces, y como un paquidermo que surge de los cañaverales, apareció Berta, triste, sudorosa, repugnante, sin verlos todavía.

Cuando echó de ver á aquellos dos amigos extraordinarios estorbados en su éxtasis y que la estaban ya maldiciendo con terrible fruncimiento de cejas, la vie-