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parecía á su padre, el conde Juan, el cual no había sido nunca orgulloso ni duro con nadie.

El Vizconde sí lo era. José, de niño, no había recibido de él más que malos procederes y le evitó resueltamente. Jacobo tampoco le buscaba, y de este modo llegaron á ser totalmente extraños el uno al otro.

Apenas si, en el tumulto de los niños al salir de la escuela, el señor Vizconde, que pasaba por casualidad á caballo ó en coche, distinguía una cara que le parecía conocida. Jacobo no profundizaba el conocimiento y, de un latigazo, se iba lejos, pues no tenía nada común con aquella gentuza, con aquella simiente de labradores.

Por una irrisión mental, enteramente extraordinaria, Berta tenía rencor á José porque no admiraba y no quería á Jacobo. Era un sentimiento loco, pero exacto.

Su depravación rayaba en la demencia.

En una mañana de julio, el cielo estaba salpicado de nubecillas de color de rosa, la Naturaleza parecía de buen humor y el viento era alegre. Jacobo y Bella atravesaban uno tras otro, el estrecho surco que dividía un campo de trigo alto y dorado.

Los jóvenes se perdían allí como en un mar y sólo veían á su alrededor una inmensa ondulación de espigas, en el extremo de la cual se distinguía en lontananza el campanario de una iglesia.

El Vizconde y la hija de Carmesy, contagiados por el alegre ambiente, andaban ligeramente y dichosos de vivir.

Hacía algún tiempo, como si se hubieran puesto de acuerdo, que habían crecido simultáneamente. Los dieciséis años del joven representaban bien dieciocho, y los catorce de la muchacha parecían dieciséis. Se habían formado; ella había tomado anchura de cuerpo y él de hombros.