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los campesinos los tomaban de lejos el uno por el otro.

El conde Juan se reía.

—Si alguna vez vuelve el Terror, subirás al cadalso en mi lugar, Regino.

—Con gusto, señor Conde—respondía invariablemente el guarda, y los más listos no verán el cambio.

Entre Antonieta y Berta, las afinidades eran menores y los sentimientos más complicados. Ciertamente, Antonieta era linda con su delicadeza casi enfermiza, su tez rubia pálida y su gracia atávica; pero Berta era hermosa, morena, esbelta y fuerte, con unos ojos negros voluntariosos en ciertas ocasiones y fugitivos en otras. Había vivido siempre en Reteuil, como criadita privilegiada, muy poco sirvienta, muy querida por todos, muy libre y muy familiar.

Acompañaba con frecuencia á su señorita en sus visitas á los castillos próximos, donde era acogida sin desdén á causa de su linda cara y de su alegre juventud que parecía tan franca. Aquella existencia en una sociedad que no era la suya habíale hecho bastante daño, pues, sin ser real y conscientemente envidiosa, había pensado á veces mirando á Antonieta: Valgo, por lo menos, tanto como ella, ¿por qué ella lo tiene todo y yo nada?» Pero después se arrepentía y se dejaba llevar á locuras de ternura y de adhesión. Y en todas partes se decía: ¡Qué buena muchacha!

Su matrimonio separó á las dos jóvenes por primera vez en su vida y de una manera absoluta. Las dos salieron de Reteuil; la una para ir á Valroy y la otra para ir al pabellón del guarda de monte. Ni la una ni la otra manifestaron, en verdad, una alegría exuberante en su nueva condición. Berta permaneció grave y Antonieta melancólica.