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que trataba de consolarse pensando que su fin estaba conseguido, que sucedía lo que ella había deseado y que todo aquello estaba previsto.

Pero lo conseguía mal. Las previsiones, por fúnebres que sean, resultan insignificantes en presencia de las realidades. Prever que se sufrirá no es sufrir, y así lo veía Berta. Pero tenía que disimular, puesto que no podía ser comprendida, y lo lograba á veces, para caer en seguida en sus tristes anonadamientos.

Entonces se estableció la leyenda de que estaba enferma, como su antigua señora Antonieta, de una de esas dolencias nuevas inventadas por los ociosos de las ciudades y perdidas, por azar, hasta el fondo de los campos. Un médico pronunció una palabra rara: neurastenia. ¿Por qué? ¿Qué era eso?... El médico movió la cabeza con aire de importancia. Nada de causa; nada de definición; un estado general morboso porque no era de otro modo. Con esto se podía ya saber á qué atenerse...

Los campesinos, fácilmente crédulos, se conformaron con esta explicación que no lo era. Berta tenía malos los nervios, y la compadecían aunque burlándose un poco. Esto era lo que se ganaba viviendo al lado de los ricos.

¡Bah! Todo lo que decían de ella le era indiferente.

Su único cuidado era no faltar al paso del Vizconde ; llenarse los ojos furtivamente con su vista y llevársela con ella para soñar por la noche.

Le espiaba oculta en las malezas sin dejar ver jamás su presencia, y le seguía por los bosques con precauciones de indio siguiendo una pista. Sabía que le desagradaba verla y quería evitarle esa contrariedad.

Pero cada día era mayor en ella aquel amor desmesurado por el hijo perdido, que era noble, rico y dicho-