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Los días eran desdichados hacía mucho tiempo para la mujer de Regino, y mucho más por lo mismo que, en apariencia, no tenía derecho á quejarse.

Todo parecía prosperar en el pabellón del guarda.

Garnache seguía sus rondas metódicas por los bosques.

Berta, con Sofía, se ocupaba en la casa sin cansancio. José, que se había quedado algo delicado después de su enfermedad, la gran fecha de su existencia, no inspiraba cuidado alguno y era dulce é iba con regularidad á la escuela, aunque sin gran curiosidad.

En aquella familia reinaba un ancho bienestar, pues el conde de Valroy, en otro tiempo, había colmado de bienes á la nodriza de su hijo, por agradecimientonadie veía otras razones para tal generosidad—y Berta había sido además dotada, al casarse, por la de Reteuil y por la nueva Condesa.

La vida hubiera debido ser apacible para ella, pero era en realidad un perpetuo suplicio.

Hacía años que Jacobo se había apartado de ella, fastidiado por sus demostraciones demasiado ruidosas.

Cuando la veía, volvía la cabeza ó, cuando más, le hacía un ligero saludo con la mano. No le dejaba acercarse más que en el último extremo y, desde que tuvo diez años, se escapaba de sus caricias con aparente repugnancia.

Berta no le tocaba ya y le miraba de lejos, sobre todo desde que renunció á ser bella y se dejó llevar á los descuidos campesinos.

Tenía conciencia de que una paleta como ella, sin cuidados y hasta sin limpieza, invadida por la mugre en sus ropas y en su persona, no podía menos de repugnar al señor Vizconde, siempre exageradamente pulido y perfumado.

Se resignaba, puesto que el sacrificio había sido consentido de antemano, pero padecía horriblemente, aun-