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Es para dudar de Dios!...

La madre de Arabela, entonces, con una de esas míradas envolventes y encantadoras que había transmitido con la vida á su querida hija, murmuraba con su voz singular acentuada de exotismo: —No, querida amiga... puesto que hemos encontrado á usted...

Y la querida amiga, conmovida hasta llorar, pensaba en los medios de sacar de su inicua miseria á unas personas tan distinguidas y tan delicadas.

Y debió de encontrarlos, pues es de notar que, en aquella época, la existencia se mejoró en casa de aquellos replantados en el suelo de sus antepasados.

Arabela no variaba; con Jacobo cosido á sus faldillas cortas, perseveraba, para divertirse, en su idilio romántico y todos los días ensayaba un nuevo papel; tan pronto loca sentimental como camarada casi masculino y tan atrevido como otro cualquiera; ya reina de leyenda gobernando á su antojo; ya domadora de circo, haciendo pasar, á imaginarios latigazos, por los aros de su fantasía, á su único partidario adicto hasta la muerte, como él decía.

Era imposible saber lo que pensaba aquella extraña muchacha, que acaso no pensaba nada más que en reir y en respirar; es posible que aquellos ojos inmensos, de mil expresiones, no contuvieran más que el vacío; acaso en aquella cabeza de santa ó de gitana, según los días, no hubiera alma alguna. Con ella, todas las suposiciones eran permitidas. Pero Bella seguía misteriosa.

Su vanidad, sin embargo, no se desarmaba y se hacía ver en todas las ocasiones. Berta fué la primera en sufrir sus temibles efectos, á pesar de que se hubiera ofrecido á ella con los puños atados, como esclava, por haberla elegido Jacobo.

EN LA PAZ.—8