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una razón para que se adore también al hombre que debe salir de él. Me hablas de un modo odioso y yo debiera coger un látigo y responderte con ese argumento, para probarte que, á falta de otros derechos, tengo el de la fuerza... Pero no; acabo de echar de ver, en mi poca cólera, que tus ultrajes no hacen efecto...

Prefiero esto... Ten cuidado... Eres todo orgullo y te crees muy fuerte en la vida, pero, te lo repito; ten cuidado... Puede que un día—muy próximo—te encuentres solo y desnudo en el camino... Veremos, entonces, si el señor de Carmesy—Ollencourt te abre su puerta. En cuanto á mí, un poco más desencantado de esta casa, en la que, decididamente, sólo el odio prospera, me vuelvo á París, á mis negocios, á mis hermosos negocios...

Se calló un momento, y añadió, dando un profundo suspiro: —Acabas de librarme de un gran peso... Tú no puedes comprender... Sí, de un gran peso... Después de mí, el fin del mundo....

Y, después de estas palabras sibilíticas, el Conde se alejó, dejando á Jacobo entregado á sus reflexiones.

El joven estaba más que asombrado, enteramente desconcertado.

—¡ Bah!—pensó ;—mañana lo habrá olvidado.

Al día siguiente, el Conde se marchó.

—Ya volverá—se dijo Jacobo, no queriendo cargarse con un remordimiento; y siguió su existencia sin cambiarla en nada.

La tal existencia era fácil; los estudios no le fatigaban. Salía de Valroy, donde los Carmesy no entraban todavía, para ir á Reteuil, donde empezaban á instalarse. Era una gran alegría para la castellana el ver llegar, uno tras otro ó todos juntos, á sus buenos amigos de la Villa Rústica.