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bros paseaban todo el día, y á veces por la noche, su activa vigilancia por las espesuras y las malezas; y si algún cazador furtivo hubiera resucitado después de siglo y medio y hubiera tenido la mala suerte de caer en poder del guarda actual, no hubiera dejado de exclamar con gran sorpresa y no menos terror: — Calla!... ¡ Garnache sigue ahí!

El Garnache de aquel rincón de tierra era un personaje eterno. Así, pues, sus relaciones con los habitantes eran pacíficas, pero los forasteros que caían en falta no obtenían gracia.

Los Garnache eran inflexibles, intrépidos, leales y sin mala intención. Encima de la gran chimenea de su sala había tres reliquias: un mosquete, un fusil de chispa y otro de pistón, armas temibles en otro tiempo, que se habían paseado al hombro de los viejos en épocas sucesivas; y alguna encina torcida y resquebrajada de la espesura hubiera podido reconocerlas por haberlas visto relucir al sol de nuevas en los días remotos en que ella salía de la tierra. Era toda la historía de aquella raza pegada al suelo, que no cultivaba; de aquellos desinteresados guardianes del bien ajeno, del que eran más celosos que de su propia piel, arriesgada en mil encuentros.

Entre el último Valroy y el último Garnache, entre Juan y Regino, existía, además, un sentimiento más estrecho. Aquellos dos hombres criados juntos, en el mismo aire libre, de la misma edad é hijos de la misma tierra, se estimaban y se querían cada uno en su puesto y á su modo.

Por otra parte, se parecían. Silbaban á los perros de la misma manera y algunas veces los animales se engañaban. Tenían bigotes largos y bermejos casi iguales, y ojos azules muy parecidos, tranquilos y de una fijeza acariciadora. Y, como eran de igual estatura,