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su mujer, la doliente Antonieta, seguía indiferente, y su hijo, el egoísta Vizconde, no se ocupaba más que de sí mismo. Pero el hecho no dejaba de ser cierto.

Graves preocupaciones alteraban aquella cara en otro tiempo tranquila, y una perpetua inquietud ahondaba una profunda arruga entre las dos cejas del Conde.

Su boca tenía una expresión amarga y desanimada y sus cuarenta años parecían cincuenta.

Estaba Juan demasiado acostumbrado á la hostilidad reinante en su casa y vivía en ella demasiado poco para que se pudieran buscar por ahí las causas de aquel nuevo estado de decadencia y de angustia que parecía acentuarse de año en año, de mes en mes, y de día en día. Había, pues, otra cosa. ¿Cuál ?

El vizconde Jacobo se engañaba, acaso, cuando se creía poderosamente rico. Hacía algún tiempo, Valroy estaba amenazado. Nadie lo había sospechado al principio en el país, pero en París, entre los hombres de negocios, era cosa corriente.

El conde Juan llevaba años viviendo como un loeo lúcido, gastando cuatro veces sus rentas y pidiendo á la Bolsa, al círculo ó á las carreras el medio de rehacerse; pero se hundía más cada vez y siempre soñaba con la gran combinación que debía arreglarlo todo de un golpe y poner á flote su barca.

¡Ah! eso sí, una vez reconstituida su fortuna, volvería prontamente á plantar sus repollos, á ocuparse un poco de su hijo, que parecía tomar malos vientos, y hasta á soportar á la pobre Antonieta, por la cual, á lo lejos y á medida que se sentía más culpable, se iba volviendo menos severo.

En sus horas de fiebre y en medio de la agitación de París, pensaba con enternecimiento en Valroy, en los bosques augustos llenos de silencio, en el inmenso descubrimiento de los prados después de los campos