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zón; y además no era, acaso, muy inteligente, es posible que á causa de su origen, y de aquí una cortedad inconsciente, pero real.

El Marqués, pues, tuvo la dicha de ser aceptado desde el principio. Su fácil victoria no le extrañó, pues contaba con ella como cuestión de amor propio. Todos sus enemigos, al aproximarse á él, se convertían en amigos; eso sí, ellos sabían lo que tal amistad les costaba.

La sesión se prolongó bajo los sauces, y fué un curso detallado y minucioso sobre las diversas maneras de pescar en un río. Jacobo le escuchaba religiosamente, aunque esta lección le hubiera hecho bostezar viniendo de otro cualquier personaje, pero en la boca del Marqués todas las palabras tenían valor.

A pesar de toda esta ciencia, aquella mañana la pesca fué mala; hacía demasiado calor, el aire era tempestuoso y los peces, nerviosos, saltaban y no mordían. El noble, cansado, recogió sus bártulos y renunció.

Se volvieron juntos hacia la villa rústica de los Carmesy y tuvieron que pasar por la parte oeste de la ruina; el heredero de los cruzados se exaltó de repente: —Usted, que es hijo de esta tierra, ¿conoce usted lo que queda de nuestro antiguo castillo?

Jacobo respondió sin ambajes: —Muy poco; sin embargo, cuando era niño cazaba lagartos en las grietas de los muros.

—Esos muros interrumpió Carmesy—son los últimos testigos de una gran historia... Vea usted, allí estaba la poterna, de la que salían por la noche, para las sorpresas, los grupos silenciosos de nuestros hombres de armas; esas piedras desunidas eran el baluarte, con dos pisos de defensas provistos de parapetos.