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tranjero. Señor de Valroy, lo que hace la fuerza de un pueblo es la religión del recuerdo; la patria no es más que la tierra de las tumbas donde duermen los antepasados y el que las guarda bien es bien guardado... Es usted demasiado joven todavía para comprender estas gravedades morales, pero ya vendrá su día.

Puesto que place á usted, sin tener en cuenta las injusticias de la fortuna, contarse en el número de nuestros amigos, sea bien venido entre nosotros.

Después de esta peroración, Godofredo de Carmesy ofreció la mano al joven, el cual, animado á su vez, la estrechó con perfecta cortesía.

Bueno es decir que el Marqués estaba desde por la mañana pescando en el río y que durante esta escena tenía la caña en la mano y la vista en las aguas.

Se quedaron en silencio porque un pez andaba en derredor del anzuelo, y el Marqués, con los dientes apretados, concentraba en él toda su atención. De repente levantó la caña y, en el extremo del hilo, como un relámpago de plata, se retorció convulsivamente en el aire un pececillo y fué metido en la red.

Después de esta hazaña, el hijo de los héroes respiró anchamente.

Como el sol traspasaba las ramas y hacía ya calor en aquella mañana de verano, Carmesy se quitó el ancho sombrero de paja y se enjugó la frente con el pañuelo. Aquella frente estaba desnuda; no tenía ni un cabello. Con el sombrero puesto, Godofredo representaba cincuenta años; con la cabeza desnuda parecía tener sesenta; hay detalles de nada que lo son todo.

Jacobo le contempló; nunca le había visto tan de cerca. ¿Qué edad tenía realmente? Problema difícil de resolver. Sus facciones cansadas y caídas, sus hinchadas orejas, las tres grandes arrugas entre las cejas, acusaban más bien una vida de disipación, de inquietud