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Regino aprobó con una risa ruidosa.

Reteuil y Valroy, encaramados el uno y el otro en una altura, pero separados por el valle, los bosques y un mar de árboles, eran dos castillos sin leyenda, edificados en la misma época y con el mismo estilo en el siglo XVIII, principio de Luis XV, por la fantasía de un propietario á quien gustaba, sin duda, ver apuntar la aurora, sin desdeñar las puestas de sol en el confín del horizonte; un Valroy que era hombre de negocios y de agio, amigo de Law y bastante hábil para separarse de él á tiempo, quedándose enormemente rico. Era el grande hombre de la familia.

A vuelo de pájaro estaban los dos castillos bastante próximos para que fuera fácil llamarse y responderse con los sonidos de la trompa, melancólicos en los grandes crepúsculos. Pero para ir del uno al otro había que recorrer un buen trozo de camino. Era preciso atravesar la selva y el río, pasar de un departamento á otro, del Oise al Aisne, y pasar á mitad de camino por Caille, florido caserío; todo lo cual exigía una hora de viaje.

Alrededor de Valroy había quince ó veinte chozas diseminadas, ocupadas la mayor parte por domésticos y obreros del castillo, jardineros, cocheros y palafreneros, y otras albergaban á vagos proveedores: el panadero, el carnicero y el tendero de comestibles, que tenía también taberna; pero sólo el pabellón del guarda, en la linde del bosque, tenía alguna apariencia.

Los Garnache vivían allí de padres á hijos, no sabían ellos mismos desde cuántas generaciones; y esta herencia de la función hacía el elogio de aquella gente. También de padres á hijos, se habían continuado parecidos física y moralmente. Plácidamente resueltos, teniendo todo el bosque á la vista y sin ver nada fuera del dominio, aquellos mocetones de anchos hom-