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EN EL MAR AUSTRÁL

nos tomaran como á intrusos y deseábamos probar á los de Barrilito que conocemos su derecho.

Los mineros fueron llegando á medida que avanzábamos y con excepción de los nuevos, —cinco apenas sobre treinta y dós que formaban el campamento,— eran todos más ó ménos amigos de lo que Smith llamaba pomposamente la tripulación del cútter «The Queen».

Antes de média hora el campamento habia recuperado su habituál tranquilidad y nosotros, rodeando el gran fogón del grupo del vasco Iturbe, preparábamos nuestro modesto almuerzo.

—No hay mucho oro, —decía Rana Blanca,— pero algo hay... Estamos contentos: ya cualquiera que vuele se lleva sus dós kilos, libre de gastos.

—Nosotros venimos sólo de paso: una quincena apenas... Vámos á lobear!

—¡Ah! ¡Ah!.... ¡Bueno!.... Yá hemos arreglado nosotros: catéen y acampen donde quieran; yá saben que entre mineros la ayuda es léy. Lo único que les pedimos es que cuando vuelvan no hablen de esta caleta.... El que venga, bien venido sea, pero si nádie viene, mejor.

— Y el oro és grande?—masculló Matías, ahogándose con el humo, pués estaba asando con cuero una liebre fueguina con que le habia obsequiado su compadre el Mellado, un chileno de mirada aviesa, dueño de una cicatriz, que partiéndole de la frente le llegaba á la barba, formando de su nariz chata y aplastada dós narices pequeñas y finas

—No: arenillas no más!... Lo más grande que se ha hallado son ocho gramos.

—Lo bueno sería lo grande, ¿eh?—dijo el Vasco.— Algo como aquello que encontró Tallarin, el italiano descubridor de Slóggett... ¿se acuerdan?

Y entónces refirieron que quién descubrió esa playa fa-