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so de la autoridad, no despertaba en el pueblo sino un oscuro, vago y difuso malestar sentimental. La impunidad era en la historia de los delitos administrativos y comunales cosa tradicional y corriente en la provincia. Pero he aquí que ahora ocurría algo nuevo y jamás visto. El caso de Yépez y Conchucos sacudió violentamente a la masa popular, y un hombre salido de ésta se atrevía a levantar la voz, pidiendo justicia y desafiando la ira y la venganza de las autoridades. ¿Quién era, pues, ese hombre?

Era Servando Huanca, el herrero. Nacido en las montañas del Norte, a las orillas del Marañón, vivía en Colca desde hacía unos dos años solamente. Una singular existencia llevaba. Ni mujer ni parientes. Ni diversiones ni muchos amigos. Solitario más bien, se encerraba todo el tiempo en torno a su forja, cocinándose él mismo. Era un tipo de indio puro: salientes pómulos, cobrizo, ojos pequeños, hundidos y brillantes, pelo lacio y negro, talla mediana y una expresión recogida y casi taciturna. Tenía unos treinta años. Fue uno de los primeros entre los curiosos que habían rodeado a los gendarmes y a los yanacones. Fue el primero asimismo que gritó a favor de estos últimos ante la Subprefectura. Los demás habían tenido miedo de intervenir contra ese abuso. Servando Huanca los alentó, haciéndose él guía y animador del movimiento. Otras veces ya, cuando vivió en el valle azucarero de Chicama, trabajando como mecánico, fue testigo y actor de parecidas jornadas del pueblo contra los crímenes de los mandones. Estos antecedentes y una dura experiencia que, como obrero, había recogido en los diversos centros industriales por los que, para ganarse la vida, hubo pasado, encendieron en él un dolor y una cólera crecientes contra la injusticia de