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gendarmes, y, cuando asomaba el día, empezó a tener frío y se durmió.

Guacapongo estaba lejos de Colca. Los gendarmes, para poder llegar a Colca a las once del día, tuvieron que andar rápido, y, con frecuencia, al trote. Las familias de los "enrolados" se quedaban a menudo rezagadas. Pero los dos "enrolados", quieran o no quieran, iban al paso de las bestias. Al principio caminaron con cierta facilidad. Luego, a los pocos kilómetros recorridos, empezaron a flaquear. Les faltaba fuerzas para avanzar parejo con las bestias. Eran diestros y resistentes para correr los yanacones, mas esta vez la prueba fue excesiva.

El camino, desde Guacapongo hasta Colca, cambiaba a menudo de terreno, de anchura y de curso; pero, en general, era angosto, pedregoso, cercado de pencas y de rocas y, en su mayor parte, en zig-zags, en agudos meandros, cerradas curvas, cuestas a pico y barrancos imprevistos. Dos ríos, el Patarati y el Huayal, atravesaron sin puente. La primavera venía parca en aguas, pero las del Huayal arrastraban todo el año, en esa parte, un volumen encajonado y siempre difícil y arriesgado de pasar.

Un metido de velocidad tremendo tuvo lugar entre las bestias y los "enrolados". Los gendarmes picaban sus espuelas sin cesar y azotaban a contrapunto sus mulas. El galope fue continuo, pese a la tortuosidad y abruptos accidentes de la ruta. Las bestias, mientras fue de noche, se encabritaron muchas veces, resistiéndose a salvar un precipicio, un lodazal, un riachuelo, o una valla. El sargento, furibundo, enterraba entonces sus espuelas hasta los talones en los ijares de su caballo y lo cruzaba de riendazos por las orejas y en las ancas, destapándose en ajos y cebollas. Se desmontaba. Sacaba de su alforja de cue