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CAPÍTULO XXXII.
sen de comer de lo que en la venta hubiese, y el huésped, con esperanza de mejor paga, con diligencia les aderezó una razonable comida: y á todo esto dormia Don Quijote, y fueron de parecer de no despertalle, porque mas provecho le haria por entonces el dormir que el comer: trataron sobre comida, estando delante el ventero, su muger, su hija, Maritórnes y todos los pasageros, de la estraña locura de Don Quijote, y del modo que le habian hallado: la huéspeda les contó lo que con él y con el arriero les habia acontecido, mirando si acaso estaba allí Sancho: como no le viese, contó todo lo de su manteamiento, de que no poco gusto recibieron: y como el cura dijese que los libros de caballerías que Don Quijote habia leido le habian vuelto el juicio, dijo el ventero: No sé yo como puede ser eso, que en verdad que á lo que yo entiendo no hay mejor letura en el mundo, y que tengo ahí dos ó tres dellos con otros papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no solo á mí, sino á otros, muchos, porque cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay alguno que sabe leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos dél mas de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas: á lo menos de mí sé decir, que cuando oyó decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que queria estar oyéndolos noches y dias. —Y yo ni mas ni menos, dijo la ventera, porque nunca tengo buen rato en mi casa sino aquel que vos estais escuchando leer, que estais tan embobado, que no os acordais de reñir por entonces. —Así es la verdad, dijo Maritórnes, y á buena fe que yo también gusto mucho de oir aquellas cosas, que son muy lindas; y mas cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto: digo que todo esto es cosa de mieles. —Y á vos ¿qué os parece, señora doncella? dijo el cura, hablando con la hija del ventero.—No sé, señor, en mi ánima, respondió ella: tambien yo lo escucho, y en verdad que aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oillo; pero no gusto yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras, que en verdad que algunas veces me hacen llorar de compasion que les tengo. —¿Luego bien las remediárades vos, señora doncella, dijo Dorotea, si por vos lloraran? —No sé lo que me hiciera, respondió la moza; solo sé que hay algunas seño-