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El hombre mediocre

dadas por el tiempo. Triunfan los genios. Su victoria no está en el homenaje transitorio que pueden otorgarle ó negarle los demás, sino en sí mismos, en la capacidad para efectuar su obra ó cumplir su misión. Duran á pesar de todo, aunque Sócrates beba la cicuta, Cristo muera en la cruz, ó Bruno agonice en la hoguera: fueron los órganos vitales de funciones necesarias en la historia de los pueblos ó de las doctrinas. Y el genio se reconoce por la remota eficacia de su esfuerzo ó de su ejemplo, más que por las frágiles sanciones de los contemporáneos.

La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello suele fundarse cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y la voluntad.

Ninguna clasificación es justa en cuanto á la función social del genio ó á la excelencia de las aptitudes geniales. Variando el clima y la hora puede ser más ó menos fatal la aparición de uno ú otro orden de genialidad: la más oportuna es siempre la más fecunda. Conviene renunciar á toda estratificación jerárquica de los genios, afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel todas las cumbres son excelsas. Nadie, que no fueran ellos mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición.