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José Ingenieros

dola á los más empecinados, á los que podrían dudar si murieran de golpe, sin ese pausado desteñimiento.

Son sombras al servicio de sus huestes contiguas. Aunque no vivan para sí tienen que vivir para ellas, mostrándose de lejos para atestiguar que existen, y evitando hasta la ráfaga de aire que podría doblarlos como á la hoja de un catálogo abandonado á la intemperie.

Aunque desfallezcan no pueden abandonar la carga; en vano el remordimiento repetirá á sus oídos las clásicas palabras de Propercio: «Es vergonzoso cargarse la cabeza con un fardo que no puede llevarse: pronto se doblan las rodillas, esquivas al peso» (III, IX, 5). Los arquetipos sienten su esclavitud: deben morir en ella, si es menester, custodiados por los cómplices que alimentaron su vanidad.

Las casas de gobierno pueden ser su féretro; las facciones lo saben y se disputan sus vices, que aguaitan en acecho. Sus nombres quedan enumerados en las cronologías; desaparecen en la historia. Sus descendientes y beneficiarios esfuérzanse en vano por alargar su sombra y vivir de ella.

Basta que un hombre libre los denuncie para que la posteridad los amortaje; sobra una sola crónica para borrar las adulaciones de los palaciegos, en vano acendradas en la hora fúnebre. Algunos hartos comensales, no pudiendo referirse á lo que fueron, atrévense á elogiar lo que pudieron ser..., creen que muere una esperanza, como si ésta fue