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José Ingenieros

dividuos, mediocrizándolos: detesta las diferencias, aborrece las excepciones, anatematiza al que se aparta en busca de una propia personalidad. El original, el imaginativo, el creador, atrae sus odios, los busca, los desafía, sabiéndolos terribles porque son irresponsables. Por eso todo idealista es una viviente afirmación de individualismo, aunque persiga una quimera social: puede vivir para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil á todos los dogmatismos de rebaño. Concibiéndose incesantemente perfectibles, los temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su vida, como Quijote: «yo sé quién soy». Viven animados por este afán afirmativo. En sus ideales cifran su ventura suprema y su perpetua desdicha. En ellos caldean la pasión que anima su fe; ésta, al estrellarse contra la realidad social, puede parecer desprecio, aislamiento, misantropía: la clásica «torre de marfil» reprochada á cuantos se erizan al contacto de la mediocridad. Diríase que para ellos dejó escrita su eterna imagen Santa Teresa: «Gusanos de seda somos, gusanillos que hilamos la seda de nuestras vidas y en el capullito de la seda nos encerramos para que el gusano muera y del capullo salga volando la mariposa».

Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser lírico su idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin lirismo es muerto, frío, carece de estilo, no tiene firma. Jamás fueron tibios los genios, los