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El hombre mediocre

ral que á ellas lleguen los muertos ó los agonizantes; dar entrada á un joven significaría enterrar á un vivo.


V.—La virtud de la impotencia.

Será verdad lo que se afirma desde Lucrecio y Montaigne hasta Ribot y Ostwald; pero los viejos no renunciarán á sus protestas contra los jóvenes, ni éstos acatarán en silencio la hegemonía de las canas.

Los viejos olvidan que fueron jóvenes y éstos parecen ignorar que serán viejos: el camino á recorrer es siempre el mismo, de la originalidad á la mediocridad, y de ésta á la inferioridad mental.

¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los jóvenes revolucionarios terminen siendo viejos conservadores? ¿Y qué de extraño en la conversión religiosa de los ateos llegados á la vejez? ¿Cómo podría el hombre, activo y emprendedor á los treinta años, no ser apático y prudente á los ochenta? ¿Cómo asombrarnos de que la vejez nos haga avaros, misántropos, regañones, cuando nos va entorpeciendo paulatinamente los sentidos y la inteligencia, como si una mano misteriosa fuera cerrando una por una todas las ventanas entreabiertas frente á la realidad que nos rodea?

La ley es dura, pero es ley. Nacer y morir son los términos inviolables de la vida; ella nos dice con voz firme que lo normal no es nacer ni morir