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José Ingenieros

JOBE INGENIEROS

de su ejemplo, más que por las frágiles sanciones de los contemporáneos.

La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello se ha querida fundar cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y de la voluntad.

Ninguna clasificación es justa. Variando el clima y la hora puede ocurrir la aparición de uno u otro orden de genialidad, de acuerdo con la función social que la suscita; y, siendo la más oportuna, es siempre la más fecunda. Conviene renunciar a toda estratificación jerárquica de los genios, afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel todas las cumbres son excelsas. Nadie, si no fueran ellos mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición.

Ni jerarquía ni especies: la genialidad no se clasifica. El hombre que la alcanza es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo; es un hito en la evolución de su pueblo o de su arte. Las historias adocenadas suelen ser crónicas de capitanes y conquistadores; las otras formas de genialidad entran en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Angel, Cervantes y Goethe vivieron en sus siglos más altos que los emperadores: por cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan fechas memorables, personificando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala es tan necesario para sentir o pensar un credo como para predicarlo o ejecutarlo: todo Ideal es una síntes is. Las grandes transmutaciones históricas nacen como videncias líricas de los genios artísticos, se transfunden en la doctrina de los pensadores y se realizan por el esfuerzo de los estadistas; la genialidad deviene función en los pueblos y florece en circunstancias irremovibles, fatalmente.