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El hombre mediocre

La vejez inequívoca es la que pone más arrugas en el espíritu que en la frente. La juventud no es siempre cuestión de estado civil y puede sobrevivir a alguna cana: es un don de vida intensa, expresiva y optimista. Muchos adolescentes no lo tienen y algunos viejos desbordan de él. Hay hombres que nunca han sido jóvenes; en sus corazones, prematuramente agostados, no encontraron calor las opiniones extremas ni aliento las exageraciones románticas. En ellos, la única precocidad es la vejez. Hay, en cambio, espíritus de excepción que guardan algunas originalidades hasta sus años últimos, envejeciendo tardíamente. Pero, en unos antes y en otros después, despacio o de prisa, el tiempo consuma su obra y transforma nuestras ideas, sentimientos, pasiones, energías.

El proceso de involución intelectual sigue el mismo curso que el de su organización, pero invertido. Primero desaparece la "mentalidad individual", más tarde la "mentalidad social", y, por último, la "mentalidad de la especie".

La vejez comienza por hacer de todo individuo un hombre mediocre. La mengua mental puede, sin embargo, no detenerse allí. Los engranajes celulares del cerebro siguen enmoheciéndose, la actividad de las asociaciones neuronales se atenúa cada vez más y la obra destructora de la decrepitud es más profunda. Los achaques siguen desmantelando sucesivamente las capas del carácter, desapareciendo una tras otra sus adquisiciones secundarias, las que reflejan la experiencia social. El anciano se inferioriza, es decir, vuelve poco a poco a su primitiva mentalidad infantil conservando las adquisiciones más antiguas de su personalidad, que son, por ende, las mejor consolidadas. Es notorio que la infancia y la senectud se tocan; todos los idiomas consagran esta observación en refranes harto conocidos. Ello explica las profundas transformaciones psíquicas de los viejos; el cambio total de sus sentimientos (especialmente los sociales y altruistas), la pereza progresiva para acometer empresas nuevas (con discreta conservación de los hábitos consolidados por antiguos automatismos) y la duda o la apostasía de las ideas más personales (para volver primero a las ideas